Por Sebastián Valdivieso Vega, Director de Programa WCS Ecuador Han pasado cuatro décadas desde la primera vez que conocí el oriente ecuatoriano.
Fue en 1979, durante las vacaciones de la escuela, yo tenía diez años. Fue un viaje interminable a través de una carretera de piedra, lodo, polvo y huecos. Recuerdo camiones que llevaban, en sentido contrario, grandes troncos de madera, uno tras otro. También recuerdo muchos camiones y maquinaría, parecidos a algunos de mis juguetes, que estaban junto a un gran tubo que nos acompañó durante todo el viaje. A veces a un lado de la carretera, a veces al otro, a veces también desaparecía súbitamente para reaparecer más adelante.
Supongo que debí haber preguntado a mi padre lo que era ese tubo y supongo también que él me habrá contado algo sobre el SOTE y el petróleo, que estas carreteras habrían sido construidas para facilitar el ingreso a la Amazonía, y sobre la naciente industria petrolera que traería consigo modernidad y desarrollo. O algo parecido. Supongo, además, que me habría contado que con las carretas también habrían llegado colonos provenientes de las provincias de Loja y Azuay. Primero por el oro y luego por el rumor de esta nueva riqueza del subsuelo, el oro negro. Y que habrían llegado en búsqueda de mejores días, huyendo de la pobreza, el hambre y la sequía que azotaba a las provincias australes.
Continuando el viaje, una vez que se llegaba a los poblados, - en ese entonces Lago Agrio era un caserío -, el lodo y la piedra del camino eran reemplazados por un “asfalto” hecho con residuos de petróleo, el cual tenía un olor a betún que invadía cada esquina. En las afueras de Lago Agrio, mecheros y piscinas con un líquido negro que se podían ver y oler desde el otro lado de las mallas metálicas, también eran parte de la experiencia.
De esos primeros viajes, también se quedó grabado en mi memoria el recuerdo de los animales. Un factor común en Lago Agrio (ahora Nueva Loja), el Coca, Tena, Puyo y de casi cualquier poblado de la Amazonía, era los animales silvestres. Podías verlos por todos lados.
Los animales silvestres estaban en mercados, tiendas, casas, hoteles, gasolineras, restaurantes o cuarteles militares. Se podían encontrar monos, guacamayos, loros e incluso culebras. Estaban amarrados a pasamanos, árboles, en cajas o en jaulas de distintos tamaños. Tomarse una foto con una boa enroscándose en el brazo era una atracción turística obligada. La prueba de haber conquistado la selva. “Conversar” con una lora era de lo más entretenido del viaje. Hacer que repitan cualquier palabra y sobre todo las palabras irrepetibles, causaba la risa de todos y por supuesto la ira de la madre. Todo esto sin mencionar los frascos con alcohol que guardaban, a manera de museo, desde lagartijas e insectos hasta fetos de mamíferos, pasando por casi cualquier cosa que algún día estuvo viva. Caparazones de tortuga, pieles de jaguar o de enormes serpientes adornaban vitrinas de hogares y oficinas.
Hoy, cuatro décadas más tarde, esos recuerdos de la infancia son una triste y dolorosa realidad.
Los troncos de madera que veía en mis viajes son parte de los cientos de miles de hectáreas de bosque que se perdían anualmente. Probablemente se trataba de trozas de cedro o caoba viajando a Quito, Guayaquil o al extranjero, para transformarse en mesas, pisos y puertas de lujo. Los animales, que en su momento entretenían a turistas extranjeros y nacionales, son ahora el silencio de los bosques. Son esos animales silvestres depredados por cazadores comerciales y traficantes de especímenes encargados por coleccionistas especializados o simplemente para satisfacer el mercado ilegal de “mascotas” exóticas. En ambos casos, son la evidencia de la inexorable destrucción de nuestros ecosistemas y la pérdida irremplazable, irreversible, silenciosa, de nuestro patrimonio natural.
Pero, en 1979 también pasaron otras cosas. El 26 de julio de 1979, se creó el Parque Nacional Yasuní, al final del gobierno de la Junta Militar presidida por el Almirante Alfredo Poveda, y a escasas dos semanas del regreso a la democracia con la posesión del presidente Jaime Roldós Aguilera. En ese entonces fue una buena señal de cambio de época.
El Parque Nacional Yasuní, o el Yasuní, es un lugar singular del Ecuador continental, como acertadamente lo llamó Iván Narváez hace algunos años. Singular, porque ningún otro lugar refleja de una manera tan clara y a la vez tan dramática, las grandes contradicciones, de esta pequeña nación que trata, incansablemente, de salir adelante a saltos y brincos.
Por un lado, el Yasuní es el hogar de Kichwas y Waoranis, importantes nacionalidades ancestrales a quienes el Estado les ha reconocido su personería jurídica y sus territorios, o parte de ellos. Por otro lado, también es el hogar de los Tagaeri y los Taromenane, pueblos en aislamiento voluntario, a quienes el estado no ha podido, o no ha querido, cuidar de una manera efectiva, y por esto han debido ser protegidos a través de medidas cautelares señaladas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para evitar su exterminio.
La razón por la que fue creada esta área protegida, se contradice con la decisión del (mismo) Estado de tener en su interior campos petroleros activos y una extensa infraestructura para su funcionamiento. Las carreteras en el Yasuní y la conservación de este gran parque nacional no son compatibles. Esto ha llevado a la sociedad a una polarización entre la vida, representada por el Yasuní, o la muerte, representada por el petróleo. Una polarización que no ha abonado en favor de su conservación.
A manera de cierre, propongo hacer una reflexión, un análisis serio y crítico, sobre el Yasuní y su biodiversidad. Soy un convencido de que la sociedad ecuatoriana, debe sentarse a pensar (a discutir y decidir) sobre el modelo de desarrollo que vamos a dejar a las generaciones futuras. El petróleo puede aliviar las finanzas públicas en el corto plazo, pero de ninguna manera es la solución para el desarrollo en el largo plazo.
Reflexionar y repensarnos como país exige además un ejercicio de honestidad y de humildad de parte de todos nosotros. Creo que la singularidad del Yasuní puede ser el punto de partida para un diálogo nacional, amplio, inclusivo, participativo, que sirva para construir una visión compartida, un futuro común. No sé si aún estemos a tiempo, pero sí sé que es algo a lo que estamos, al menos yo me siento así, obligados moralmente.
#JuntosPorLaVidaSilvestre 💚💙